Adolfo Mejía es el más importante de los músicos cartageneros. Nació en San Luis de Sincé, hoy Departamento de Sucre, el 5 de febrero de 1905. Iniciaba su adolescencia cuando llegó a Cartagena, que se tomaría en su ciudad querida y cantada románticamente con su famoso bolero "Cartagena, brazo de agarena", obra, que según parece, llegó a odiar, pues se interpretaba de acuerdo a la moda decadente, llorona, remilgada, con inflexiones cursis en su feliz melodía.
Adolfo Mejía viajó a Francia y estudió con prestigiosos profesores. Su vida está llena de aventuras, propias de aquella década de la guerra mundial. A su regreso a Colombia, que lo hizo en un barco cargado de explosivos, vía Río de Janeiro, principió su labor educativa en la Escuela de Música de Cartagena. Pero Mejía parece que estuviera lleno de ansiedades, de inquietudes intelectuales, por lo cual ingresó a la Universidad a seguir los cursos de Humanidades. Al mismo tiempo fundaba el Coro Santa Cecilia e iniciaba cursos de educación musical en la Escuela de Cadetes. Obtuvo el premio "Ezequiel Bernal" en 1938 con su "Pequeña Suit". Casado con la distinguida dama Rosita Franco, tuvo cuatro hijos, hoy destacados profesionales. Su hija actualmente vive en Alemania y es notable pianista.
La obra musical de Mejía lo revela como uno de los compositores de más talento que haya tenido Colombia. Al igual que el maestro Antonio María Valencia, dejó muy pocas obras, pero muy significativas. En el caso de Mejía, es preciso decirlo, su obra es muy dispareja. Al lado de sus obras reveladoras del gran talento, de una mente organizada y crítica, aparecen obras producto de su bohemia, casi triviales.
El carácter popular, no ya de la influencia negra, sino de las clases altas, que no lo interesaron por la música culta, hicieron que se dedicara a los boleritos fáciles, agradables y a veces geniales; a los pasillos, a la improvisación en la guitarra o en el piano. Todo esto en manos de uno de los compositores que tuvo la oportunidad de haber resumido de otra manera, aquella fuente folclórica, negra e indígena, produce tristeza, pues las naciones, como los hombres, solamente gozan de ciertas oportunidades. Su ciudad no lo supo comprender ni exaltar debidamente, y a tiempo. De nada sirven ahora los decretos de alabanzas a los talentos muertos. De nada han servido en la querida Cali, los decretos de publicación de las obras de otro gran compositor de talento, Antonio María Valencia; de nada, pues ni siquiera se cumplen los decretos de publicación de sus obras. De nada sirven los alardes de los mandatarios, que más que servir a los artistas del país, se sirven de ellos para redondear ambiciones políticas. Mejía, Valencia y Uribe Holguín, los tres grandes compositores colombianos, siguen siendo ignorados olímpicamente por todos los gobiernos y entidades culturales. Sus obras no aparecen editadas, ni en grabaciones y lo que es peor, las propias orquestas, pagadas por el estado, no cumplen con algo que debería ser fundamental, interpretar las obras de los autores colombianos. Escribo lo anterior pues es reflejo del ambiente musical que tuvo que vivir Adolfo Mejía, sin estímulos para su obra seria.
En resumen, Adolfo Mejía fue el gran talento desperdiciado. Dejó unas pocas obras sinfónicas: Íntima, La Tercera salida de Don Quijote, Suit Mínima y se cita el poema sinfónica América. Agreguemos unas tres obras más, de carácter sinfónico y tendremos una síntesis muy triste de su obra, muy poca, casi nada. En cambio su obra para piano, desconocida casi toda, anda por ahí de mano en mano sin saberse si solamente obedece al ambiente bohemio, si se trata de boleros, o si existe algo verdaderamente importante. Sus canciones alcanzan a tener cierto valor lírico, pero no se escapan totalmente a la influencia de la moda fácil.
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